jueves, 16 de abril de 2009

Reflexiones de un carnicero


Es como música para mis oídos. Un sonido penetrante, mecánico: las diferentes piezas que dan vida al aparato chocando unas contra otras, vibrando, chirriando, haciendo que respire. Es maravilloso el pensar que una serie de mecanismos consigan que un cuerpo quede totalmente destrozado e incluso irreconocible. Lo que antes podía ser bello, logro que se transforme en algo morboso y siniestro, que hace volver el rostro de todo aquel que lo mire. Me considero un artista en mi campo, pues el degüello y la carnicería son un arte, al fin y al cabo. No es una tarea que cualquiera pueda realizar, y debo decir que chapuzas hay en todas partes. Estos, en concreto, asesinan a sus víctimas por motivos banales, superficiales, como pueden ser celos, dinero o venganza. Mis razones van más allá, es puramente amor a la matanza, a la sangre y su soberbio color rojo.

Cuando hago impactar mi motosierra en el cuerpo de mi desafortunada víctima, su dulce cántico se mezcla con el rumor de huesos partiéndose y astillándose, seguido del suave sonido de la sangre fluyendo en todas direcciones. Mi cara queda cubierta por ella, y a través del asa siento como los órganos se desgarran, las entrañas quedan destrozadas y finalmente como la vida se escapa. Observo con una gran sonrisa el paisaje que se dibuja en frente mía. Una bella mujer se encuentra en el suelo, desparramada y con el pecho abierto, dejando ver su interior con todo esplendor. Contemplo como me mira con ojos moribundos, segundos antes de que se le escape su último aliento. No pudo matarle, a pesar de todas las vidas que había arrebatado, no pudo terminar con aquel que compartía su misma sangre, aquella de las personas que tanto quería y que perdió hace mucho. Desprecio profundamente a este tipo de gente. Ella se ofreció a matar, a seguirme en mi insano juego, pero se echó atrás. No sentía ningún tipo de emoción hacia ella, en todo caso desprecio por su traición hacia este arte, pero ahora, tal y como estoy cubierto de su sangre y observando el gran charco granate que se forma en torno a ella, no puedo sino quedar admirado ante tan bello espectáculo. Ese color...

Todo el mundo atribuye a la muerte el color negro, quizás por aquello de que cuando uno muere es engullido por la más profunda, aterradora y fría oscuridad. Mas yo pienso de otra manera. La muerte debe ser roja, como la sangre, ¿O es que acaso hay algo más hermoso que el ver como un río carmesí fluyendo desde un cuerpo moribundo, el ver como la vida escapa poco a poco del que pronto será cadáver?

Me agacho junto a lo que queda de la que antes era una respetable aristócrata, y con cuidado de no destrozar mi obra de arte, la examino detenidamente, deleitándome en cada salpicadura. Me quito un guante y acerco una mano hasta la herida, impregnando mi piel con aquel líquido, aún caliente, que antes daba vida a la mujer. Puedo sentir mi emoción al llevar el fluido hasta mis labios, probándolo y embelesándome con su sabor metálico.

Pero mi ritual debe acabar, pues se acerca la mañana y pronto vendrán a recoger mi gran obra. Me levanto, algo decepcionado, pues me gustaría pasar más tiempo con ella, pero Scotland Yard vendrá pronto y debo retirarme. Echando un último vistazo hacia atrás, vuelvo a sonreír, para después desaparecer en la oscuridad del callejón.

1 comentario:

  1. Mmmm sabes? Mi sangre es horrible, no quedaría nada artísco verla desparramada por ahí, creeme :3
    Un saludo!^^

    ResponderEliminar