miércoles, 4 de marzo de 2009

El abismo te devuelve la mirada


Me quedé en la calle, obervé como se quemaba. Me imaginé el aspecto de los torsos sin extremidades que se hallaban dentro, de los pechos ennegreciéndose, de los vientres ardiendo lentamente, estallando en llamas uno a uno. Me quedé durante una hora. Nadie salió de allí.

Permanecí ahí, bajo la luz del fuego, abrasado por el calor. La mancha de sangre en mi pecho era como el mapa de un continente nuevo y violento. Me sentí purificado. Sentí como este este tenebroso planeta giraba bajo mis pies, y supe cuál es ese secreto, que solo los gatos conocen, ese que les hace gritar como bebés en la noche. Miré al cielo a través del inmenso humo lleno de grasa humana y ví que Dios no se encontraba ahí. Vi que esa oscuridad fría y asfixiante se extiende hasta el infinito, vi que estamos solos.

Vivimos nuestras vidas, puesto que no tenemos nada mejor que hacer. Más adelante, ya les buscaremos un sentido. Venimos de la nada; tenemos hijos, que se encuentran atados a éste infierno al igual que nosotros, y volvemos a la nada. No hay nada más.

La existencia es algo fortuito. No hay ningún patrón salvo el que imaginamos cuando nos quedamos mirando fijamente durante mucho tiempo. No tiene ningún sentido, salvo el que elegimos imponer. Este mundo que va a la deriva no está moldeado por vagas fuerzas metafísicas. No es Dios el que mata a los niños. Ni es el destino el que los despedaza, ni es la casualidad la que se los da de comer a los perros. Somos nosotros, solo nosotros.

Las calles hedían a fuego. El vacío respiraba con fuerza en mi corazón, convirtiendo sus ilusiones en hielo, haciéndolas añicos. Entonces renací, libre de garabatear mi propio diseño sobre el lienzo en blanco, en cuestiones morales, que es este mundo. Era Rorschach.

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