miércoles, 16 de septiembre de 2009

Einsamkeit

Se removió intraquilo en su butacón de cuero, mirando nerviosamente por toda la habitación. Dirigió su mirada a la pantalla que tenía delante, que rezaba: "No tiene correo". Maldijo en voz baja, repitiéndose a sí mismo que todo estaba bien una y otra vez, como una plegaria. Abrió sus cajones uno por uno en busca de algo por hacer, pero no encontró nada. "Vamos, vamos" pensó. "Esto no puede afectarme tanto... ¿Qué es la soledad, si tengo dinero y una bonita casa en la que vivir? No necesito a nadie... a nadie...." Una risa nerviosa salió de su garganta, al principio casi muda, pero que fue subiendo de tono hasta llenar toda la estancia, convirtiéndose en la risa de un demente. "Todo está bien, todo está bien..." canturreó, levantándose, sintiendo como el asiento crujía cuando su espalda empapada en sudor se despegaba del respaldo.

Paseó por el despacho, observando la delicada y sobria decoración, todo colocado en su sitio, sin la menor imperfección. Las paredes estaban pintadas en un tono ocre, casi imperceptible a la leve luz que entraba de la ventana, y cubiertas de pinturas de las más prestigiosas galerías de arte, piezas que cualquier coleccionista habría envidiado. Observó a su vez todas las pequeñas estatuillas que adornaban las mesitas, así como la lujosa alfombra de piel de oso que descansaba en el suelo. En un pequeño rincón, pendían medallas y diplomas, todos a su nombre. Los miró con expresión vacía, sin sentir nada, pues todos aquellos bienes, que tiempo atrás le henchían el pecho de orgullo y alegría, para él no era ya más que vanos recuerdos sin sentido. Paseó su mano por la repisa de la chimenea, quedándose observando las frías cenizas que reposaban en el lecho de la cavidad. Así se sentía en esos momentos, como un fuego ya apagado y olvidado.

Y es que ya no le quedaba nada más que su tremenda soledad, pues había perdido a la única persona con la que contaba. La pena que sentía en aquellos momentos era algo indescriptible, tan doloroso como si algo le estuviera devorando las entrañas. Se llevó una mano al pecho, notando como este palpitaba dolorido. "¿Por qué...? ¿Por qué te has ido...?" Notó como los ojos se le inundaban de lágrimas, que recorrían sus mejillas incansablemente. Como si de un niño se tratase, cayó sobre sus rodillas, sollozando, llorando desconsolado. "No me queda nada..."

Minutos después, se calmó, enjugándose las lágrimas con decisión. Volvió a su sillón, sentándose en él, totalmente agotado, cansado de todo. Ni siquiera dejó una nota ¿Para qué? No habría nadie que la leyera. Con parsimonia abrió el último de sus cajones, el que siempre estaba cerrado con llave, y de él extrajo una bonita Glock del calibre 25, que acarició y mimó. "Bien vieja amiga... ¿Te parece si le haces un último favor a tu amo?"

Se la llevó a la sien, y cerrando los ojos por última vez apretó el gatillo. La estancia brilló ante el estallido del arma, pero después se apagó, así como la vida de su propietario.


Escrito por Luebke, 18/09/09

sábado, 12 de septiembre de 2009

Caín


La salvación de mis penalidades vino de una manera totalmente inesperada y fue acompañada al mismo tiempo de algo nuevo que ha estado actuando hasta hoy en mi vida. En nuestro colegio había ingresado hacía poco un nuevo alumno. Era hijo de una viuda rica, que había venido a vivir a nuestra ciudad, y llevaba un brazalete negro en la manga. Iba a una clase superior a la mía y tenía unos años más; pero a mí, como a todos, me llamó en seguida la atención.

Este alumno tan sorprendente parecía mucho mayor de lo que en realidad era. A nadie le daba la impresión que fuera un chico. Entre nosotros se movía extraño y maduro, como un hombre, como un señor más bien. No era popular, no participaba en los juegos y menos en las peleas; únicamente su tono seguro y decidido frente a los profesores nos gustaba. Se llamaba Max Demian.

Un día, como solía ocurrir en nuestro colegio, instalaron a otra clase en nuestra espaciosa aula, por no sé qué motivos. Esta clase era la de Demian. Nosotros, los pequeños, teníamos Historia Sagrada, y los mayores debían hacer una redacción. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro, inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter.

No parecía en absoluto un alumno haciendo sus deberes, sino un investigador dedicado a sus propios problemas. En el fondo no me resultaba simpático; al contrario, sentía algo contra él: me resultaba superior y frío, demasiado seguro de sí mismo. Sus ojos tenían la expresión de los adultos —que nunca gusta a los niños—, un poco triste y con destellos de ironía.

Pero yo me sentía obligado a mirarle constantemente, me gustara o no; sin embargo, cuando él me dirigía la mirada, yo apartaba los ojos asustado. Si hoy recuerdo el aspecto que tenía Demian entonces, puedo decir que era diferente a todos los demás en cualquier sentido y que tenía una personalidad muy definida; por eso mismo llamaba la atención, aunque él hacía todo lo posible por pasar inadvertido, comportándose como un príncipe disfrazado que se encuentra entre campesinos y se esfuerza en parecer uno de ellos.

Al terminar las clases, salió detrás de mí. Cuando los demás se dispersaron, me alcanzó y saludó. También este saludo resultaba muy adulto y cortés, aunque imitara nuestro tono de colegiales.
—¿Vamos un rato juntos? —me preguntó con amabilidad.
Me sentí muy halagado y dije que sí. Entonces le expliqué dónde vivía.
—¡Ah! ¿Allí? —dijo sonriendo—. Conozco esa casa. Sobre vuestra puerta hay una cosa muy curiosa que me ha interesado desde que la vi.

No supe al principio a lo que se refería y me asombró que conociera mi casa mejor que yo. Debía referirse al escudo que campeaba sobre el portón; con el paso del tiempo se había desgastado y había sido pintado varias veces; creo que no tenía nada que ver con nosotros y nuestra familia.

—No sé lo que es —dije tímidamente—. Me parece que es un pájaro o algo parecido. Debe ser muy antiguo. Dicen que la casa perteneció antiguamente a un convento.
—Puede ser —asintió él—. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Creo que el pájaro es un gavilán.
Seguimos adelante, yo muy aturdido. De pronto, Demian se rió, como si se le hubiera ocurrido algo muy divertido.
—Hoy he asistido a vuestra clase —dijo muy animado—. Sobre la historia de Caín, el que llevaba un estigma en la frente, ¿no? ¿Te gusta?

No, pocas veces me gustaba algo de lo que tenía que estudiar. Sin embargo, no me atrevía a decirlo, porque era como si estuviera hablando con una persona mayor. Contesté que la historia me gustaba.
Demian me dio unas palmaditas en el hombro.

—No necesitas fingir, amigo. Pero esa historia es verdaderamente muy rara, mucho más que la mayoría de las que se tratan en clase. El profesor no ha dicho mucho; sólo lo habitual sobre Dios y el pecado, y todo eso. Pero yo creo…
Se interrumpió sonriendo y me preguntó:
—Oye, ¿pero esto te interesa? Pues yo creo —continuó— que la historia de Caín se puede interpretar de manera muy distinta. La mayoría de las cosas que nos enseñan son seguramente verdaderas, pero se pueden ver desde otro punto de vista que el de los profesores y generalmente se entienden entonces mucho mejor. Por ejemplo, no se puede estar satisfecho con la explicación que se nos da de Caín y la señal que lleva en su frente.

¿No te parece? Que uno mate a su hermano en una pelea, puede pasar; que luego le dé miedo y se arrepienta, también es posible; pero que precisamente por su cobardía le recompensen con una distinción que le proteja y que inspire miedo a los demás, eso me parece muy raro.
—Sí, es verdad —dije interesado. El asunto empezaba a intrigarme—. ¿Pero cómo vas a interpretar si no la historia?
Me dio una palmada en el hombro.
—¡Muy sencillo! El estigma fue lo que existió en un principio, y en él se basó la historia. Hubo un hombre con algo en el rostro que daba miedo a los demás. No se atrevían a tocarle; él y sus hijos les impresionaban. Quizá, o seguramente, no se trataba de una auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser tan tosca. Probablemente fuera algo apenas perceptible, inquietante: un poco más de inteligencia y audacia en la mirada.

Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba temor. Llevaba una «señal». Esto podía explicarse como se quisiera; y siempre se prefiere lo que resulta cómodo y da razón. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban una «señal». Ésta no se explicaba como lo que era, es decir, como una distinción, sino como todo lo contrario. La gente dijo que aquellos tipos con la «señal» eran siniestros; y la verdad, lo eran. Los hombres con valor y carácter siempre les han resultado siniestros a la gente. Que anduviera suelta una raza de hombres audaces e inquietantes resultaba incomodísimo; y les pusieron un sobrenombre y se inventaron una leyenda para vengarse de ellos y justificar un poco todo el miedo que les tenían. ¿Comprendes?

—Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Entonces, ¿toda la historia de la Biblia es mentira?
—Sí y no. Estas viejas historias son siempre verdad, pero no siempre han sido recogidas y explicadas como debiera ser. Yo pienso que Caín era un gran tipo y que le echaron toda esa historia encima sólo porque le tenían miedo. La historia era simplemente un bulo que la gente contaba; era verdad sólo lo referente al estigma que Caín y sus hijos llevaban y que les hacían diferentes a la demás gente.

Yo estaba asombrado.
—¿Y crees que lo del asesinato no fue tampoco verdad? —pregunté emocionado.
—¡Oh, sí! Seguramente es verdad. El más fuerte mató a uno más débil. Que fuera su hermano, eso ya se puede dudar. Además, no importa; a fin de cuentas, todos los hombres son hermanos. Así que un fuerte mató a un débil. Quizá fue un acto heroico, quizá no lo fue. En todo caso los débiles tuvieron miedo y empezaron a lamentarse mucho. Y cuando les preguntaban: «¿Por qué no le matan?», ellos no contestaban: «Porque somos unos cobardes», sino que decían: «No se puede. Tiene una señal. ¡Dios le ha marcado!» Así nació la mentira. Bueno, no te entretengo más. ¡Adiós!

Dobló por la Altgasse y me dejó solo, sorprendido como jamás en toda mi vida. Nada más desaparecer, todo lo que me había dicho me pareció increíble. ¡Caín un hombre noble y Abel un cobarde! ¡La señal que llevaba Caín en la frente era una distinción! Era absurdo, blasfemo e infame. Y Dios, ¿dónde se quedaba? ¿No había aceptado el sacrificio de Abel? ¿No quería a Abel? ¡Qué tontería! Y empecé a pensar que Demian me había tomado el pelo y quería ponerme en ridículo. ¡Qué chico más inteligente y qué bien hablaba!

Pero no, no podía ser.


Demian, Hermann Hesse