martes, 18 de enero de 2011

El mundo de los glaciares


Glaciares, gigantes helados. Avanzan por gélidas aguas y recónditas montañas, extendiendo sus lenguas de hielo como si de un río se tratase. Su blancura impoluta hiere la vista cuando los rayos del sol impactan sobre ella, impidiendo disfrutar de la hermosura del paisaje.

Camino sin rumbo por la inmensa explanada helada. Todo es tan inquietantemente silencioso que hace que mi corazón se encoja. Puedo notar como el frío cala hasta llegar a mis pulmones, tornando mi respiración cada vez más pesada. Abrigándome con el cuello del abrigo, sigo andando por el manto helado, acompañado solo del crujido de mis propias pisadas. El vaho abandona mis cortados labios, perdiéndose en una ráfaga de viento helado. Giro la cabeza, observando como el sendero que he ido abriendo se pierde en la lejanía. No aspiro a llegar a ninguna parte, ni tampoco tengo un lugar a donde volver.

Desconozco cuantas horas llevo caminando, pues no tengo modo alguno de medir el paso del tiempo. En este gran desierto de hielo, el tiempo parece no transcurrir, haciendo que realmente solo puedas saber si es de día o si es de noche. Mis piernas empiezan a resentirse, pues llevan horas entumecidas por el frío, al igual que mi rostro y mis manos. Pero lo ignoro, pues realmente ya me da igual.

Veo cómo la nieve empieza a caer con más intensidad, indicando que pronto habrá ventisca. Los copos se enredan en mi ropa y en mis enmarañados cabellos. Alzo una amoratada mano, alcanzando uno para posteriormente llevarlo hasta mis labios, mezclando su frescura con el sabor metálico que aún permanece en mi boca. La sangre todavía cubre mi rostro. Con pasos pesados, me acerco a un lado del recién creado sendero, acuclillándome. Hundo las manos en la nieve y con gran torpeza cojo un puñado y trato de limpiarme, manchando con carmesí el impoluto blanco del glaciar.

La tormenta arrecia cada vez con más insistencia, casi como si tratara de advertirme que no debería estar allí. Y quizás tenga razón. Me quedo estático, observando primero todo lo que aún me queda por recorrer, para después girar lentamente la cabeza y ver todo lo que ya he recorrido. No tengo ninguna esperanza de sobrevivir. Me acerco a una de las grandes paredes heladas, dejándome caer junto a ella. Observo nuevamente el inmenso titán que se alza ante mí. Cierro los ojos despacio, sintiendo una repentina calma interior. Solo hace falta esperar.




Luebke

No hay comentarios:

Publicar un comentario